martes, 2 de febrero de 2010

51-De vuelos, museos, damas octogenarias, yacarés, lobos marinos, momias, ojotas y chumbeques


IquiqueChile — martes, 2 de febrero de 2010

Era mi último día en Iquique, una ciudad en la que definitivamente, ya en la último etapa de mi viaje, me dediqué a descansar y como dicen los chilenos a “carretear”. El día anterior ya había comprado mi pasaje para salir por la noche rumbo a mi último destino antes de regresar a la Argentina: San Pedro de Atacama.
Me levanté temprano, estaba terminando de ordenar la mochila cuando me avisaron en el hotel que alguien preguntaba por mi en la puerta. Era nada menos que William, el instructor de parapente que venía a buscarme para hacer mi vuelo de bautismo.

A los apurones, me despedí de Eduardo y con mochila y todo me subía al auto con William. El auto, puesto por la agencia, nos llevaba a Alto Hospicio, el “balcón” de Iquique, ya que desde allí puede observarse toda la ciudad.
El trámite fue rápido y no me dejó mucho tiempo para pensar, ni para ponerme nervioso por el acontecimiento: me calcé un traje y un casco sobre mi ropa, me colgué la videocámara al cuello, y entre William y el conductor me ataron al parapente. Sólo recuerdo que por un segundo tuve el pensamiento de que el viento podía empujarme y salir volando solo, sin el instructor. Pero insisto, todo fue rapidísimo. Sólo me explicaron que cuando el parapente de inflara la fuerza del viento me arrastraría hacia atrás, por lo cual debía correr hacia adelante. Después debía saltar y una vez en el aire, sentarme sobre una tablita que tenía apoyada sobre los glúteos. Pero lo que sucedió fue que no sentía ninguna fuerza del viento, corría un poco hacia delante y ahí nomás, a pocos metros estaba el precipicio, entonces aminoraba la marcha, pero William me insistía: ¡Corre! Y así lo hice. Cuando me di cuenta ya estaba volando sobre la carretera.
La experiencia fue fascinante, y lejos de sentir temor, o adrenalina, me vi envuelto en una sensación de relax que jamás hubiese imaginado. Cámara en mano, tomé imágenes de la mayor parte del vuelo. Fuimos y vinimos, hicimos piruetas, subimos, volvimos a bajar, y atravesamos toda la ciudad de Iquique hasta llegar al mar. Como jamás viajé en avión, ver el mar y la ciudad desde el cielo me causó una sensación muy extraña.

Aproximadamente cuarenta minutos fue lo que duró el vuelo, en una charla amena con William y con absoluta tranquilidad. Cuando estábamos por aterrizar en Playa Cavancha me di cuenta que jamás me habían mencionado qué debía hacer en el momento de posarme nuevamente sobre la tierra. El instructor me dijo que bastaba con levantar las piernas y quedarme en posición de sentado. Amagué con guardar la cámara antes de hacerlo, pero William insistió con que no era necesario. Y de hecho no lo fue. Aterricé sentado en la arena como quien se sienta en el colectivo después de subirse. La gente me saludaba cuando ya a pocos metros del suelo me veía volar sobre sus cabezas. EL conductor del auto ya estaba allí esperándonos, y la experiencia había sido tan gratificante que si no fuera por el costo, la hubiese repetido allí mismo.
Me quité el traje, y el casco, saludé a mi instructor, y el auto me llevó hasta la Terminal donde dejé la mochila en un guardaequipajes para dedicar lo que quedaba del día a pasear por la ciudad.


Lo primero que hice fue ir a comprar Chumbeques, el típico dulce de Iquique, que quería llevar para obsequiar a mi familia y a algunos amigos. Luego fui a almorzar a un restaurante a la vuelta de la fábrica de Chumbeques para después dar el último paseo y tomar fotos en la Plaza Prat, el teatro Municipal y el Paseo Baquedano.

En el Paseo Baquedano se encuentra el Museo Regional, en el que pasé buen rato conociendo la historia de Iquique. Allí se exponen colecciones relacionadas con los orígenes de la ciudad, de las salitreras, de la fauna y la flora locales, e incluso hay algunos ejemplares de momias chinchorro, aquellas que son conocidas por ser las más antiguas del mundo.



Después de la visita bastante prolongada al museo, fui a la agencia de viajes con la cual había realizado el tour por la Pampa del Tamarugal dos días antes. No fui a despedirme de los empleados ni mucho menos, sino a intentar recuperar una toalla y un par de ojotas que había dejado olvidadas dentro de una bolsa arriba del bus, después del chapuzón en las aguas termales de Pica. Allí, mientras intentaban comunicarse con el chofer del micro, conocí a María Teresa, una psicóloga que cumplía 88 años y se autodefinía como “solterona voluntaria”. La jovial octogenaria había viajado desde Santiago de Chile para festejar su cumpleaños junto a las máquinas tragamonedas del hotel Gavina, pero el taxi que la trajo desde el aeropuerto la había dejado en el domicilio equivocado, por lo que fue a parar a la puerta de la agencia.

Mientras María Teresa, con su valija a cuestas le contaba su infortunio a todo el que pasaba por la calle Baquedano, yo esperaba noticias de mis ojotas. Finalmente me dijero que debía ir en un par de horas al lugar donde lavaban los micros, muy cerca del mercado y del hotel donde me había hospedado.
Aproveché el tiempo para hacer una última recorrida por la playa Cavancha y por el Parque Aventura Yacaré, un acuario a orillas de la playa en el que pueden observarse peces tropicales, tortugas acuáticas, y yacarés provenientes del Mato Grosso.

Me fui luego caminando por la playa hasta el puerto, con la idea de tomar una lancha y visitar la Boya Corbeta Esmeralda, ese punto en el pacífico bajo el cual yace la corbeta que se hundió en 1879 durante el combate naval de Iquique y en la que murió Arturo Pratt. Pero el camino era bastante más largo de lo que imaginaba, y además me entretuve en el camino grabando y fotografiando a patos yecos y pelícanos. Así que cuando llegué al puerto estaba regresando el último bote y ya no había más paseos hasta el día siguiente. Me quedé con las ganas de navegar un rato por el Pacífico, pero me contenté fotografiando a una multitud de malhumorados lobos marinos que peleaban entre sí a ambos costados del muelle.
Ya estaba ocultándose el sol, cuando me dirigí al lugar donde me habían enviado por mi toalla y mis ojotas. La mujer que me atendió allí no sabía nada. Me dijo que debería esperar a que lllegase no sé quién, y ese no sé quién no se sabía a qué hora regresaría. Hice un par de llamados telefónicos pero nadie tenía noticias de ninguna ojota.
Milagrosamente, mientras la señora, muy amable seguía haciendo llamados, “nosequien” apareció y enseguida supo de lo que le hablaban. Fue hacia el interior del lugar y regresó con la bolsita conteniendo mis ojotas y la toalla, todavía húmeda.
Contento y agradecido, me dispuse a prepararme para la partida. San Pero de Atacama era muy caro, todas mis investigaciones previas en la web daba cuenta de ello. Decidí entonces comprar algunas provisiones en Iquique, para no tener que pagar luego el doble en San Pedro.
Fui a un supermercado y gasté 9.100 pesos chilenos en frutas, pan, lácteos, jugos, galletitas y golosinas, una cifra nada despreciable si se tiene en cuenta que terminé tirando gran parte de la mercadería que llevé, pues lo que no se me aplastó durante el viaje, acabó pudriéndose en el calor del desierto.

Con la cámara, la bolsa con las ojotas y la toallas, la mochila de ataque, las tres bolsas del supermercado repletas de cosas, los chumbeques y mi camperita rompevientos atada a la cintura, así, como una verdadera personificación del Ekeko, me aparecí en el pequeño restaurante donde días antes había almorzado con Eduardo y cené una hamburguesa de pollo con una gaseosa por 1.500 pesos. Ya estaba cansado de caminar, pro todavía me faltaba ir hasta la Terminal a la que llegué extenuado.
Una vez que retiré mi mochila traté de acomodar los chumbeques y parte de la mercadería dentro de ella, pero con resultados pocos satisfactorios. Tomé un helado mientras esperaba el micro que partió de Iquique cerca de las 10 de la noche. No tardé en dormirme, después de impactarme por última vez con la maravillosa vista de la cuidad iluminada a medida que el micro ascendía por la ruta.
Como no había empresas que hicieran el trayecto Iquique-San Pedro de Atacama sin escalas, debí comprar un pasaje hasta Calama con transfer a San Pedro. Por la madrugada llegué a Calama y allí en la Terminal esperé dos horas hasta ver el amanecer. Cuando ya empezaba a pensar que esta vez sí me quedaría solo, la espera en Calama me sorprendió con nuevos compañeros de aventuras. Una nueva ciudad, un nuevo día, y muchos nuevos amigos…

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