jueves, 5 de enero de 2012

12-Floreana: piratas, misterios, sorpresas.

FLOREANA, ISLAS GALÁPAGOS, ECUADOR

Mi último día en las Islas Galápagos había decidido pasarlo en Floreana, la primera isla del archipiélago en se habitada. Desayuné frente al muelle y después fui hasta el bote donde esperé a que llegasen los demás. El grupo estaba compuesto por una completa familia de americanos: cuatro hermanos varones y una hermana adolescente, y sus padres que parecía tan o más joven que sus hijos. Además, un colombiano, y una pareja sesentona de argentinos con quienes me divertí muchísimo. El último en sumarse, el pasajero número 12 fue una verdadera sorpresa: se trataba nada menos que de Avi, el israelita a quien conocí en el trayecto Montañita-Guayaquil y a quien le habían robado sus cámara y su Laptop en el hostel. El mal rato había pasado y se lo veía contento, con su nueva cámara fotográfica pese a haber perdido casi todas las fotos de su viaje por Sudamérica que había comenzado hacía varios meses.


Las dos horas de navegación fueron agitadas. El bote parecía elevarse por el aire y caer bruscamente como si golpeara contra un montículo de rocas. Pregunté al guía si todo el viaje iba a ser así, ya que el camino a Isabela del día anterior había resultado mucho más tranquilo. Me respondió que sí, y que la única solución era cambiar de asiento para amortiguar un poco el impacto de los saltos. ¡Pero ni loco me movía de ahí! Me había sentado justo en uno de los pocos lugares donde no calcinaba el sol. 



Llegamos a la costa de Floreana y notamos que había un inconveniente con la programación de las actividades, ya que era evidente que el guía improvisaba un poco. Primero nos contó un poco de la historia de la isla, habitada originalmente por piratas y en la que ocurrieron una serie de misteriosas muertes a lo largo de la década del treinta, todos vinculados extrañamente a la Baronesa Von Wagner una noble austríaca que vivía en Floreana por aquellos días y solía recibir a los recién llegados totalmente desnuda adquiriendo una merecida fama de “comehombres”, entre otros adjetivos. La cuestión fue que en medio de una novelesca trama de celos y traiciones, la baronesa y uno de sus amantes desaparecieron un día de las islas y jamás fueron encontrados. Al que tampoco encontraron fue al mismísimo Adolf Hitler, quien era buscado por allá alrededor de la 2da Guerra Mundial bajo la sospecha de que se había fugado hacia allí en un submarino. Como vemos, si hablamos de Floreana, historias son lo que menos le faltan.


De allí nos fuimos un rato a la playa, porque el bote que tenía que llevarnos a hacer snorkel estaba ocupado. Estuvimos como una hora ahí sin hacer nada, charlando un poco y fotografiando a dos leones marinos que roncaban, así, como “leones marinos”, además de una iguana roja y verde que descansaba muy cerca de ellos. El guía dijo que podíamos aprovechar el rato para ver de cerca de las tortugas marinas gigantes que había ahí, pero solo tenía dos equipos de snorkel, y además estaba bastante nublado, había viento, ni ganas de sacarnos la ropa. Solamente dos de los hermanitos americanos se metió al agua a nadar con ellas que casi los superaban en tamaño, mientras los demás nos entreteníamos viendo asomar las cabezas de las tortugas durante un segundo, cada vez que la sacaban para respirar.


Después visitamos “El asilo de la paz”. Si bien el nombre podría sonar a geriátrico, se trata del lugar donde se habían instalado los Wittmer, también austriacos, la primera familia en habitar las islas de modo permanente. Allí hay un centro de crianzas de tortugas, la mayoría de estas de caparazón plana, característica que las diferencia de las especies nativas de otras islas. El viaje al asilo de la paz lo hicimos en una 4x4 y nos mojamos terriblemente ya que las dos veces nos agarró la lluvia en la mitad del camino. A la vuelta nos fuimos almorzar. La comida era idéntica a la del tour en Floreana: sopa de cangrejo, albacora con ensalada y lo único que diferenciaba a este almuerzo de aquel otro era que esta vez teníamos postre: duraznos en almíbar.



Luego llegó el momento de conocer la Bahía de las Cuevas, conformada por una serie de cuevas en las que vivían los piratas. En una de ellas había nacido nada menos que Rolf Wittmer, el primer hombre nacido en Galápagos allá por 1934 y fallecido recientemente, el 11 de septiembre de 2011. Desde este sector se accede a una vista muy linda del Cerro de Las Pajas, el más alto de la isla.








Después era la hora del esperado snorkel, subimos al bote y ya estábamos mar adentro cuando el guía dijo que debíamos volver a Santa Cruz sin el snorkel. Ahí nos enteramos de lo que pasaba. Debido a la muerte del muchacho oriental ocurrida dos días atrás, la prefectura andaba vigilando todo, y las lanchas pequeñas no tenían permiso para que sus pasajeros hicieran snorkel en aguas abiertas. El tour se terminó entonces antes de lo previsto, o al menos eso pensaba hasta que ocurrió algo inesperado, una experiencia que valía por sí sola cada uno de los 60 dólares que había pagado. Todos íbamos callados, y cansados, algunos durmiendo incluso cuando divisé a pocos metros a unos cuantos delfines que nos seguían. Me paré de un salto. ¡Delfines!, grité. Y todos se pararon al unísono, corriendo a tomar sus cámaras y a deleitarse con el espectáculo. Unos veinte delfines nadaban a nuestros costados. Lo hacían rapídisimo, a la misma velocidad que el bote, como corriendo una picada con nosotros. Cuando el bote desaceleraba, ellos hacían lo mismo, cuando aumentaba la velocidad, ellos también. Algunos a unos metros de distancia y otros pegados a nosotros. 

Como pude, subí con mi cámara al techo de la lancha y desde allí pude ver, durante unos segundos, a otra decena de delfines que corrían delante nuestro, como danzando, cruzándose con largos saltos delante del bote. Y a otro que justo debajo de mí se movía en el agua como un torpedo. Nunca había visto a un delfín moverse tan rápido. Era una fantástica despedida la que estos animales tan especiales nos estaban haciendo. O al menos a mí, que abandonaría las islas al día siguiente, después de cinco días maravillosos. Pero si la fauna me había sorprendido hasta aquel momento, todavía me esperaban un par de sorpresas más al llegar a Santa Cruz, donde me despedí de Avi, y del resto del grupo, 
















  

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