viernes, 7 de enero de 2011

18-Ipanema, Copacabana y la noche en Lapa


Río de JaneiroBrasil — viernes, 7 de enero de 2011

Partí de Belo Horizonte a la medianoche y llegué a Río de Janeiro por segunda vez, bastante temprano. Lo primero que hice fue dejar en la Terminal mi enorme mochila sobrecargada. Para que no quedasen dudas de que sólo mi estadía en la ciudad era breve y con el sólo propósito de ir a la playa, saqué los elementos básicos que necesitaría para los dos días que me pensaba quedarme allí: pantalla solar, una toalla, sandalias, documentos, una muda de ropa interior, dos remeras y un bermudas. Lo demás, lo llevaba puesto. Lo gracioso fue que a mi lado, una familia completa de brasileros hacía exactamente lo mismo que yo, en la puerta del guardaequipajes, se colocaban pareos, sombreros, anteojos, intentando llevarse puesto todo lo que pudieran para poder librarse de sus valijas.

Después de desayunar y chequear mis mails en la Rodoviaria Novo Río, di un poco de vueltas para hacer tiempo ya que me parecía desubicado e inoportuno despertar a Cadú a aquellas horas. Sabiendo que el ómnibus hasta su casa demoraba casi media hora, preferí llegar y telefonearle una vez que estuviese cerca, y así lo hice.

Ya había advertido a Cadú que regresaría a Río por una noche más y no tuvo problema en alojarme nuevamente en su casa. De todos modos solo pasaría allí la noche ya que mi propósito era hacer lo que no había hecho todavía desde el comienzo del viaje: ¡DESCANSAR!

Me cambié el pantalón en lo de Cadú y enseguida tomé el subte rumbo a las playas de Ipanema. Mi apuro se debía a que el día estaba espectacular hasta el momento, pese a que estaban anunciadas fuertes lluvias para la ciudad y toda la región. Quería disfrutar de la playa aunque fuese unas horas, y la suerte quiso que el sol no se escondiese nunca y que pudiese quedarme allí hasta las tres de la tarde.

Allí en Ipanema me encontré nuevamente a Gerardo, aquel conocido al que había encontrado el primer día del año entre mi visita al Corcovado y a la favela.

Como a las tres de la tarde me fui caminando tranquilo hacia Copacabana, donde tomé sol, disfruté del mar, y dormí panza arriba el resto de la tarde. La única pena fue que había olvidado los lentes de sol y los ojos me ardían terriblemente, algo que jamás me había sucedido en ninguna playa.

Llegué a lo de Cadú trotando, porque ya era tarde y sabía que él debía irse de su casa a las 19, y ya me había pasado como media hora. Afortunadamente, todavía estaba allí, trabajando con parte de su grupo de teatro, con quienes tuve el gusto de entablar alguna que otra charla.


Más tarde Tiago me bajó mis videos a DVD y me copió decenas de canciones brasileras para que me traiga de recuerdo. Cerca de las diez de la noche me fui para los Arcos de Lapa donde por la tarde habíamos acordado encontrarnos con Matías, aquel divertido carioca con quien compartí buena parte de mi viaje por Bolivia y Perú.

Ya me habían hablado de la enorme cantidad de gente que suele copar las calles de Lapa por las noches, pero habiendo estado allí un jueves al atardecer, no había visto demasiadas personas por la zona. Claro, la fiesta se armaba mucho más tarde, y al punto que el colectivo demoró muchísimo en llegar porque las últimas cuadras estaban arrebatadas de personas, y ni hablar si uno echaba un vistazo al interior de los tantos bares del barrio.

Llegué puntual, pese a todo, pero de Matías, ni rastros. Mientras me comía un sánguche de pollo, paseaba por allí y por aquí buscándolo  y por un momento pensé que entre aquella muchedumbre no lo encontraría nunca. Finalmente apareció, dimos un par de vueltas, pero cada vez había más gente bailando samba, bebiendo y cantando bajo los arcos de Lapa y en las calles adyacentes. En el lugar convergía una variedad de tribus urbanas que parecía encontrar allí el punto de encuentro en el que todos se parecían a los demás: los turistas, los negros, los darks, los gays, los chetos, los jóvenes, los no tan jóvenes, los favelados, los rastafaris, y la lista continúa…. Se los ve merodear de a grupos, pero se van amontonando a medida que pasa la hora y algunas de las callejuelas se ven tan repletas de gente que se asemejan a un gigante vagón de tren en hora pico. Y en esa situación Matías pretendía que ingresáramos a un bar, sin tener en cuenta además el calor que hacía, mi agotamiento y la falta de sueño, ya que sólo había dormido un rato durante el viaje y otro rato en la playa.
Así que nos sentamos a conversar en las escalinatas que se encuentran frente a los arcos, y en lo mejor de la charla, un personaje muy parecido a Smeagol (hasta tenía su misma voz) se nos acercó a pedirnos que le diéramos dinero.

Es importante mencionar que mi amigo Matías es hijo de madre chilena, por lo cual habla perfecto castellano con tonada chilena y todo. El tal Smeagol intuyó entonces que los dos éramos turistas, y cuando Matías lo increpó en portugués se descolocó, le preguntó si era carioca y cómo era que estaba “falando” español conmigo.

Matías se paró y se alejó unos pasos y el personaje, que ya había comprendido que allí el único extranjero era yo, me decía que le diera todo mi dinero mientras amenazaba con matarme. “Vou matar a você ahora mesmo aquí na rua”, decía, mientras apuntaba con una supuesta arma escondida bajo su camisa, que no sería otra cosa que su dedo índice. Mi respuesta a la situación fue la más creativa que se me ocurrió en el momento: “No hablo portugués, no entiendo nada de lo que me decís”, le decía yo aparentando absoluta tranquilidad, mientras el sujeto se alteraba cada vez más en su desesperado intento por hacerme entender que aquello era un asalto.

Cuando me puse de pie para irme, llevó su mano a mi bolsillo y notó que yo tenía allí mi cámara fotográfica (menos mal que no había llevado la de video que es mucho más grande y hubiese quedado totalmente expuesta).

Al final me fui diciéndole: “No sé de que hablás, no quiero problemas”, y Matías, sintiéndose culpable por la situación, ya que unos meses antes me había dicho “Río de Janeiro es lo más tranquilo que hay, a mi nunca me pasó nada”, propuso que nos fuéramos a tomar algo a un bar alejado de tanto ruido, en el barrio de Botafogo. Era insólito pensar que hasta el momento, había andado por los lugares más recónditos, absolutamente solo, a cualquier hora, y jamás me había sentido en peligro, y esto venía a pasarme justamente en un lugar abarrotado de gente y mientras estaba con un amigo brasilero que vivía allí mismo. Creo que a eso se debía el remordimiento de Matías. No quería que me llevase una mala sensación de la ciudad (de todos modos no iba a llevármela) y por eso nos fuimos a Botafogo donde nos tomamos una caipirinha.

Lo más triste de la noche, por lo que sí me llevé una mala sensación y peor aún que el frustrado asalto de Smeagol fue que a las 3 de la mañana cuando ya me caía de sueño y tomé conciencia que no había elegido el mejor día para encontrarme con mi amigo, ya no había colectivos que me llevasen desde Botafogo hasta la casa de Cadú en Tijuca, así que tras pensarlo varias veces, no me quedó otra opción que tomarme un taxi que me cobró nada menos que 22 reales. Un verdadero dolor para mi bolsillo.

Mirá el video de este capítulo:
http://vimeo.com/25369185

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