miércoles, 29 de diciembre de 2010

8-Viajar o no viajar, essa é a questao!


Puerto IguazúArgentina — miércoles, 29 de diciembre de 2010

Desperté por segunda vez en Iguazú, pero esta vez, lo confieso, gratamente sorprendido. Había dormido profundamente toda la noche y mi riñón no había dado señales de vida ni de muerte. Parecía haber dormido, como yo, en paz, toda la noche.

En paz conmigo mismo, y con él claro, desayuné tranquilo y salí a dar una vuelta por Iguazú para tomar nota de su comportamiento. Y nada, Todo parecía estar bien. Hasta el día estaba espléndido y no con ese calor insoportable de los últimos tres días.

Comencé a pensar entonces, en todo lo contrario a lo que había estado pensando el día anterior, o sea, la posibilidad de viajar a Brasil, arriesgándome a sufrir uno o varios cólicos a lo largo de las 24 horas que duraba el viaje.
Decidí poner a prueba a mi riñón entonces: caminé una cuadra, dos, tres, compré una remera, caminé otro poco, regresé a preparar mi mochila (después de todo, estaba dispuesto a irme de Iguazú aunque todavía no me hubiese decidido respecto del destino). Incluso me aventuré a tomarme un micro hasta el hito Tres Fronteras, allí donde el Paraná confluye con el Iguazú y desde donde puede observarse la costa argentina, la brasilera y la paraguaya, y regresar ¡caminando! hasta el centro de la ciudad.

Ya pasadas las 11 de la mañana, me fui al hospital. Esta vez fui directo a la enfermería, y expliqué por tercera vez mi situación. Viajar o no viajar, esa era la cuestión. Mejor dicho: Ir a Brasil en micro que demoraría 24 horas o volar rápidamente a Buenos Aires donde me esperaría mi familia. Las enfermeras se limitaron a preguntarme cuánto me había costado el pasaje desde Iguazú a Río. Cuando les dije el precio se sorprendieron, pensaron que era mucho más caro: 430 pesos. “Andá ya mismo, antes que aumente” dijo una. “¿Y nosotras que estamos esperando?”, agregó la otra.

Las palabras de las enfermeras (esta vez no eran tan lindas ni jóvenes como la de la noche anterior) eran quizás lo que necesitaba para decidirme. Me dieron una inyección que tomaron de la heladera, para que no gastase las ampollas que había llevado desde Buenos Aires ni las que había comprado en Iguazú. Me habían dado gratis todas las inyecciones, y hasta me regalaron otra para el viaje, “por si las moscas…”. Así que tenía en mi poder un enorme paquete de ampollas, más decenas de pastillas. Las amables enfermeras me anotaron en un papel, también “por si las moscas…” los nombres de todos los medicamentos que debía tomar, pero en portugués. Así no me andaría con vueltas en Brasil. “Buen viaje”, me dijeron, y hasta me dieron besos de despedida.
Cuando salía de la guardia vi en un rincón una caja repleta de jeringas descartables. Miré la hora. Las 12 del mediodía. No tengo tiempo para ir a comprar jeringas, pensé. Manoteé tres de la caja y me las guardé en el bolsillo. Perdón Hospital de Puerto Iguazú, sé que me trataste bien, pero el tiempo vuela.
De regreso al hostel pasé por el banco y realicé el aviso de viaje al exterior. Menos mal que en Iguazú todo queda cerca. De todas maneras, no quería arriesgarme a soportar el enorme peso de la mochila y perecer en el intento. Las cosas iban bastante bien hasta el momento. Así que pedí un remís que demoró cinco minutos. En la terminal de micros, mientras cruzaba el puente peatonal con todo el equipaje a cuestas (terrible prueba para quien está con padecimientos físicos. Si algo debo criticarle a Puerto Iguazú es ese puente), telefoneé a casa para darles la noticia de que a último momento había decidido viajar. Claro que en el apuro de la charla y el micro que se iba, recién por la noche, cuando reparó en el horario de llegada que le había mencionado, se dio cuenta de que yo estaba viajando rumbo a Río de Janeiro y no a Buenos Aires.
Fue así como 12.30 del mediodía estaba subiendo a un micro con destino a Río de Janeiro, cuando una hora antes sólo tenía en mi cabeza el avión que tomaría ese día rumbo a Buenos Aires.


El micro de Crucero del Norte nos llevó a una Terminal cercana en la ciudad y luego de una larga espera hicimos el trasbordo con el micro que nos llevaría hasta Río, el cual venía desde Buenos Aires. Mi compañera de viaje era una cordobesa que viajaba a Río para reencontrarse con un novio brasilero, y cerca nuestro, atravesando el pasillo, viajaba una santafesina cuyo viaje se destinaba a realizar trabajos voluntarios en las favelas de Río de Janeiro. Olvidé sus nombres, y extravié sus mails, lamentablenmente, puesto que fueron ellas quienes, en cierto modo, me distrajeron a a lo largo del viaje y concentrara mis atención en cualquier cosa, menos en el riñón. Por supuesto que les advertí que en caso de descomponerme, y a falta de algún médico, alguna enfermera, o algún drogadicto en el micro, alguna de ellas debería animarse a colocarme la inyección, puesto que yo me descomponía de solo pensar en la idea de hacérmelo solo.
La cordobesa, traumada por la idea, me despertaba en los respectivos horarios en los que debía tomar mis medicamentos. El cruce de la frontera fue rapidísimo. Lo único malo del viaje, es que les habían servido todo tipo de comidas y bebidas, pero una vez que salíamos de Argentina, ya nada estaba incluído. Había que empezar a pagar todo, y en reales.
El paisaje, en tanto, me sorprendió. Kilómetros y kilómetros y más kilómetros de plantaciones de soja dan una idea de la riqueza que esta semilla implica para el Brasil. Desde el mediodía hasta el anochecer no vi otra cosa que soja y de a poco, paulatinamente, el verde de los morros, los famosos morros brasileros que empezarían a verse de a poco y luego, se convertirían en un paisaje cotidiano ante mis ojos.

Paramos a cenar en Maringá, en un restaurante de aquellos que tanto me habían hablado: “comida a kilo”, donde una modesta comida me costó 13 reales.
Desperté por la mañana, cuando pasábamos por San Pablo, precisamente frente a la Basílica de Nossa Señora Aparecida, el tercer mayor templo católico del mundo.  
El trayecto de San Pablo a Río se nos hizo bastante rápido. Fuimos charlando, tomando mate y yo contaba las horas que había pasado sin dolores, mientras tomábamos algunas fotos del singular paisaje. Entre tanto morro se divisaba a veces un lejano pueblo, un río color dulce de leche, u otro verde, tan verde como los morros mismos. Llegamos a Río de Janeiro con sólo media hora de atraso. A la única que estaban esperando era a la cordobesa. Yo telefoneé a Cadú, mi couchsurfing en Río, que estaba en ese momento llegando a la terminal. Y la santafesina, que no hablaba portugués, era la que más sola y perdida estaba, quería hacer una llamada pero no tenía la menor idea de cómo realizarla. Yo estaba estrenando mi portugués y una señora me explicó que “devia comprar um cartao nessa banca de jornal”. La cordobesa y su novio de raza negra prometieron quedarse con ella hasta que alguien apareciera a buscarla, así que agradeciéndoles sus cuidados y su preocupación por mi salud durante el viaje, tomé un taxi junto a Cadú rumbo a su casa en el barrio de Tijuca, todavía sin poder creer que estaba en la ciudad más famosa de Sudamérica, nada menos que en Río de Janeiro.

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